Félix Ángel Moreno Ruiz

lunes, 5 de agosto de 2019

EL OTRO de Thomas Tryon

PURA MALDAD



En 1971, la publicación de El otro dio a conocer a un novelista que, hasta ese momento, había sido un actor de cierto renombre. Thomas Tryon (Connecticut, 1926-Los Ángeles, 1991) había aparecido en numerosas películas, entre las que cabe destacar El cardenal de Otto Preminger, en la que interpretaba a su protagonista, el sacerdote Stephen Fermoyle. Pronto su figura como narrador eclipsó la cinematográfica, especialmente por el éxito que cosechó con su primera novela, que recibió el beneplácito unánime de crítica y público. Luego llegarían otros títulos emblemáticos como Harvest Home o Crowned Heads, una colección de relatos en la que aparece Fedora, que sería llevado al cine por Billy Wilder, pero El otro es, sin lugar a dudas, su obra más emblemática. Reeditada en numerosas ocasiones, adaptada por el mismo Tryon para el cine en 1972, bajo la dirección de Robert Mulligan, ahora Impedimenta la publica en castellano con la excelente traducción de Olalla García.
Poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en un pueblo del noroeste de los Estados Unidos, se sucede una serie de extrañas muertes en el seno de los Perry, una familia de granjeros que representa las más rancias esencias de Nueva Inglaterra. Todo parece indicar que en los desgraciados accidentes se encuentran involucrados Holland y Niles Perry, dos hermanos gemelos de doce años que encarnan las dos caras de una misma moneda: Holland muestra comportamientos psicopáticos y una frialdad terrorífica, impropia de alguien de esa edad (en la retina del lector queda para siempre una de las escenas iniciales, en la que se describe cómo el niño ahorca al gato de la vecina y está a punto de perecer al caerse a un pozo seco) mientras que Niles es un muchacho tímido y bondadoso, aunque siente una atracción fatal por su hermano, al que sigue en todas sus trastadas como si fuese su sombra.
A lo largo de sus más de trescientas páginas, el lector asiste estupefacto  (a veces, horrorizado) al desarrollo de una historia que hechiza y espeluzna a partes iguales, atisba cuál será su final y, finalmente, se lleva una sorpresa mayúscula. Porque, si algo define a El otro, es el sabio manejo del suspense y de la intriga (dosificados con la suficiente maestría para que no seamos capaces de soltar la novela, que se devora en unas cuantas horas), del terror psicológico (que alcanza altísimas cotas de perversidad al centrarse en la capacidad de los niños para hacer el mal en su estado más primitivo cuando no existe la barrera moral que impone la educación) y de los cambios de giro en la trama, que nos desorientan. Con justa razón, El otro es considerada por la crítica una obra maestra del terror (el mismísimo Stephen King ha confesado que su lectura lo animó a cultivar este género), que ha dejado su impronta en novelas y en películas posteriores que le han rendido homenaje.




viernes, 2 de agosto de 2019

LATINISMOS


Hace algún tiempo, un profesor que tuve en el instituto y al que aprecio me abordó en plena calle. Algo enfadado, me dijo que no le había gustado nada que hubiera utilizado la palabra “latinajo” ―claramente peyorativa― en lugar de “latinismo”. El término en cuestión aparece en mi primera novela, Un revólver en la maleta. En una de las escenas iniciales del libro, Homero Pérez, estudiante de Filología Clásica, asiste en directo a la muerte de don Nicomedes, catedrático de Latín, que es asesinado al fumarse una pipa de tabaco envenenado con sales de cianuro potásico. El inspector Alejo, encargado del caso, se fija de inmediato en aquel joven despierto y, con la pretensión de llevárselo a su terreno ―finalmente, Homero abandonará los estudios de Letras y se hará policía―, le suelta:
―Vaya, muchacho, no sé si te has dado cuenta de algo. Sí, ya veo que sí. Eres un chico inteligente, pero algo ingenuo. Te has convertido ipso facto, y no creo que tenga que traducirte ese latinajo, en sospechoso pues tenías un motivo y también un medio para matar al catedrático.
Es evidente que mi profesor no entendió que la palabra “latinajo” está utilizada conscientemente por mí, que soy el autor, en una situación y en un contexto concretos, y con una finalidad determinada ―que nunca es el desprecio de la lengua de Horacio, a la que también estimo mucho―, aunque también es cierto que yo tampoco ―allí, en plena calle― intenté justificarme. Sirvan, por tanto, estas palabras como ulterior explicación si mi profesor las lee. Y es que no es ―ni será― la primera vez que alguien no está de acuerdo con lo que uno escribe ―hace poco un relato de Terror en los Pedroches provocó una discusión sobre una calle que parecía callejón y sobre ciertos políticos decimonónicos―, algo que, por otra parte, es lógico y hasta saludable.
Pero regresando a los latinismos, que es el tema central de este artículo, convendría aclarar que se trata de expresiones ―algunas con estructura oracional; otras, simplemente frases o palabras― escritas en latín que se utilizan en las lenguas actuales, con carácter culto, para condensar un saber referido a cualquier disciplina (jurisprudencia, ciencia, arte…). Algunos fueron creados por los romanos y otros se han gestado a lo largo de los siglos al haber sido el latín ―hasta hace bien poco― la lengua vehicular de todas las materias serias. Hoy en día, los sufridos estudiantes de Derecho deben aprender un buen número de latinismos con los que adornar luego sus exposiciones y réplicas en los juicios, pero, para el resto de los mortales, conocerlos y saber usarlos es sinónimo de cultura, de elegancia y de buen gusto ―por ejemplo, queda mucho mejor en una novela policiaca escribir que el cadáver se encontraba decubito supino que bocarriba―, aunque también hay que utilizarlos con mesura para no incurrir en pedantería.
A mí ―quizás por deformación profesional―, los latinismos que más me gustan son los literarios, especialmente, los que hacen referencia a tópicos que están presentes en la literatura de cualquier cultura y época. Algunos gozan de una salud envidiable y sirven para bautizar a bares y cafeterías como carpe diem, que invita a disfrutar del presente porque, inevitablemente, tempus fugit, el tiempo pasa y, con él, llegan la vejez y la muerte. Entonces, nos preguntamos ubi sunt?, qué fue de los poderosos que controlaban la vida de sus humildes súbditos. Como Jorge Manrique en pleno siglo XV (“¿Qué se fizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se fizieron?”), hoy podríamos preguntarnos por aquellos que, hace unos años, regían la política española ―Felipe González, Aznar, Zapatero, Rajoy― o, dentro de unos años, por los que ahora ―Casado, Sánchez, Rivera o Iglesias― se disputan el poder encarnizadamente. La respuesta ha sido, es y será siempre la misma: humo, polvo, sombra, nada (que diría Góngora).
Un latinismo que describe, como ninguna otra expresión, la ancestral tendencia humana a la corrupción, al tráfico de influencias y al amiguismo es do ut des, es decir, te doy para que me des ―te hago este favor, ya sabes, para que me lo devuelvas―, de forma que, si no se tiene nada que ofrecer, no se llegará a ser nada en la vida (bueno, sí, un don nadie).
Decía Obélix, aquel celta obeso ideado por Urdezo y Goscinny, que “están locos estos romanos”, pero ―como los detectives Hernández y Fernández― yo aún diría más: eran sabios estos romanos. 
Con sus latinismos.