Félix Ángel Moreno Ruiz

lunes, 25 de junio de 2018

MIS ESCRITORES DE GÉNERO POLICÍACO PREFERIDOS (y IV)



Cuando leí por primera vez La verdad sobre el caso Savolta (en realidad, se titula Los soldados de Cataluña, pero Eduardo Mendoza se vio obligado a cambiar el título por imposición de la censura franquista), allá por la adolescencia, me pareció la mejor novela negra que había caído en mis manos y ahora, algunos años más viejo y unas cuantas historias a mis espaldas, sigo considerándola una de las creaciones literarias más logradas en lengua castellana de los últimos cincuenta años. Dotada de una estructura compleja, bien tramada y mejor ambientada, sobresalen el retrato de la sociedad catalana de principios del siglo XX y los personajes: algunos, amorales, como Javier Miranda; otros, cínicos y perversos, como Lepprince; otros, idealistas y patéticos, como Pajarito de Soto. 
Ninguna de las posteriores obras de Eduardo Mendoza me ha defraudado (de hecho, cuando se le concedió el premio Cervantes en 2016, me pareció que, por una vez, se hacía verdadera justicia literaria y poética), pero tengo una especial debilidad por el personaje sin nombre que protagoniza la serie de peculiares y originales novelas policíacas (que se inauguró con El misterio de la cripta embrujada) en las que el humor surrealista, la fina ironía y la parodia son marcas de la casa. Como una especie de pícaro moderno, sale del manicomio (luego, cuando este es cerrado, tiene que buscarse la vida como puede con el fin de pasar la noche bajo techo) para investigar crímenes que suceden tanto en el barrio chino como en los palacetes de Pedralbes, lo que le permite al autor hacer desfilar por los espejos deformantes del callejón del gato valleinclaniano  (la mirada del protagonista) a lo más granado de la sociedad burguesa catalana (hoy, furibundamente independentista, quién lo diría) en una especie de renovado esperpento.
Maj Sjöwall y Per Wahlöö están considerados los padres de la novela negra nórdica. Fueron los creadores del inspector Martin Beck, que protagonizó diez historias, hasta que la temprana muerte de Per Wahlöö interrumpió definitivamente la carrera profesional de un policía muy peculiar y la literaria de esta pareja que escribía a cuatro manos por la noche, tras haber acostado a sus hijos. Ya desde la primera novela de la serie (Roseanne), aparecen unos rasgos que luego van a ser característicos de la narrativa negra sueca, a fuerza de repetirse una y otra vez en la mayoría de sus cultivadores: el detective pertenece al cuerpo de policía, suele estar pasando por una mala racha (alcoholismo, divorcio traumático, fracaso en su labor de padre, vida desordenada, depresión), mantiene una problemática relación con sus superiores y dirige a un grupo de colaboradores que participan activamente en la investigación de los casos y a los que consulta frecuentemente (frente al individualismo del sabueso anglosajón). Pero, además, las novelas de Martin Beck tienen un alto contenido social y político. Maj Sjöwall y Per Wahlöö eran dos personas muy sensibles a los nuevos cambios que estaban produciéndose en la Suecia de los años sesenta y setenta, que ponían en tela de juicio la visión idílica que, hasta entonces, se tenía del país nórdico en el resto del mundo. Las protestas ante la embajada americana por la guerra de Vietnam, las cargas indiscriminadas de los antidisturbios contra los manifestantes, el maltrato y las torturas de la policía, la corrupción de los políticos son temas que, por primera vez, asoman en la novela negra europea de la mano de Maj Sjöwall y Per Wahlöö.
De entre todos los herederos intelectuales y literarios del matrimonio sueco, mi preferido es el dramaturgo y novelista Henning Mankell, fallecido hace tres años. Su personaje, Kurt Wallander, inspector de policía de Ystad, es un digno sucesor de Martin Beck, con quien comparte muchos rasgos vitales, pero al que supera en humanidad. De hecho, lo que más me atrae de Wallander es la fragilidad que transmite, su dignidad, el sentido tan elevado de la justicia que posee y la extraña relación que mantiene con su padre, un hombre difícil, taciturno e irascible, que sufre un proceso irreversible de demencia. Me gusta acompañar a Wallander en Los perros de Riga, en La quinta mujer o en cualquier otra novela de la serie resolviendo casos que demuestran que la maldad humana no tiene límites, mientras lucha contra una diabetes incipiente, contra el alcoholismo y contra sus propios fantasmas.
Veintinueve años después de su fallecimiento, las novelas policíacas del escritor belga Georges Simenon continúan gozando del favor del público y, por ende, publicándose. Son, en total, setenta y dos (en su mayoría, breves), y están protagonizadas por el célebre comisario Maigret, fumador empedernido de pipa, que vive con su estoica y comprensiva esposa en un apartamento de París, ciudad en la que desempeña su labor como policía. Con sus particulares métodos, el comisario investiga los más variopintos casos, desde los asesinatos en serie de un psicópata hasta crímenes políticos. La narrativa de Simenon se caracteriza por la socarronería del comisario y la ironía del narrador, la brevedad y la concisión, las ajustadas descripciones y los sólidos diálogos, que explican su éxito y el hecho de que su autor se haya convertido en un maestro para quienes cultivan el género, desde Andrea Camilleri (el genio italiano adaptó durante años las novelas de Maigret para la RAI, en la que trabajó como guionista) hasta el que escribe estas líneas.
Con estos cinco autores de nacionalidades distintas finaliza el breve recorrido por mis escritores de género policíaco preferidos, a los que he dedicado cuatro artículos.

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