Félix Ángel Moreno Ruiz

martes, 24 de julio de 2018

ELOGIO DE LA HUMILDAD

No es la humildad una cualidad muy apreciada últimamente. Quizás, no lo haya sido nunca; sobre todo, en esta sufrida piel de toro en la que sobresalen el miles gloriosus (si Plauto se escapara del Averno y cruzara a nado el río Leteo para regresar al reino de los vivos, encontraría unos cuantos ejemplos dignos de interpretar a un soldado fanfarrón de lo más convincente), el pícaro, el medrador, el fraude andante, el arribista sin escrúpulos y el mediocre con veleidades megalómanas. Por el contrario, en este mundo en el que se celebran y se aplauden el juego de las apariencias, los premios pactados entre bambalinas, el currículum engordado con másteres de todo a cien, con carreras universitarias ficticias o con titulaciones que se regalan con el menú del McDonald’s, la persona humilde es ninguneada, pisoteada y despreciada, considerada siempre como un ser débil porque, por cortesía y educación, no impone su criterio a los demás o, por decencia, no ansía quedarse egoístamente con la parte más grande y sabrosa del pastel.
Pero, quizás, lo primero que tendríamos que clarificar es qué entendemos por humildad. Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la “virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento”; es decir, a priori es una cualidad que cualquier persona con dos dedos de frente querría poseer porque supone el discernimiento de nuestras propias carencias, su aceptación y, a partir de ahí, su superación. Sin embargo, el diccionario nos propone otras dos acepciones que ya no son tan positivas. Según la segunda, es la “bajeza de nacimiento o de otra cualquier especie” (viene a ser un eufemismo que se utiliza con las personas que han nacido en una familia de escasos recursos económicos para evitar decir que son pobres de solemnidad o que su sangre no tiene pedigrí) y la tercera acepción la deja por los suelos al considerarla “sumisión y rendimiento”. En conclusión, está claro que el humilde es un virtuoso, sí, pero también es un pobrete, un sumiso y alguien que se rinde fácilmente ante quien tiene el mando, el que maneja el bacalao, que suele ser el listo de la clase.
A lo largo de mi vida he tenido la inmensa suerte de conocer a unas cuantas personas verdaderamente humildes (no las falsas, esas que van por la vida entonando el mea culpa, pero, en cuanto se sienten mínimamente menospreciadas, sacan el pecho repleto de medallas de hojalata). Y todas ellas son inteligentes, con una gran capacidad de autocrítica y de autoexigencia (que es el origen de su grandeza y, a la vez, la causa de su perdición en una sociedad en la que priman la ley de la selva y el ¡tonto el último!), minimizan e infravaloran sus propios logros, son tolerantes con las debilidades ajenas, respetuosas y trabajadoras incansables por el bien común. Vamos, auténticas joyas, diamantes en bruto de muchos quilates que solo el ojo experto sabe apreciar como se merecen porque, por lo general, los humildes suelen pasar desapercibidos en esta hoguera de las vanidades que llamamos mundo.
El hecho de que, por su propia naturaleza, la humildad no llame la atención suele ocasionarle a su poseedor más inconvenientes que ventajas porque, si quien se da cuenta de la valía del humilde es una persona equitativa y justa, aquel ocupará el puesto que le corresponde en la sociedad (que nunca demandará si verdaderamente lo es), pero si tiene la desgracia de toparse con un vampiro, con una lamprea o con una garrapata (especímenes humanos de la peor calaña que poseen una habilidad especial para oler la sangre del humilde), puede tener la completa seguridad de que no lo soltarán hasta que lo hayan exprimido a conciencia aprovechándose de sus ideas, su creatividad, su dedicación, su trabajo, su esfuerzo y su generosidad.
Estoy convencido de que si, pese a todo, el mundo no va tan mal como debiera, si avanza y progresa, es gracias a las personas anónimas, humildes y trabajadoras que soportan estoicamente sobre sus maltrechos hombros a la panda de egoístas y narcisistas que, para saciar su patológico ego, van por el mundo fastidiando al personal (o, lo que lo mismo, la Humanidad).

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