Hace algún tiempo, un profesor que tuve en el instituto y al que aprecio me abordó en plena calle. Algo enfadado, me dijo que no le había gustado nada que hubiera utilizado la palabra “latinajo” ―claramente peyorativa― en lugar de “latinismo”. El término en cuestión aparece en mi primera novela, Un revólver en la maleta. En una de las escenas iniciales del libro, Homero Pérez, estudiante de Filología Clásica, asiste en directo a la muerte de don Nicomedes, catedrático de Latín, que es asesinado al fumarse una pipa de tabaco envenenado con sales de cianuro potásico. El inspector Alejo, encargado del caso, se fija de inmediato en aquel joven despierto y, con la pretensión de llevárselo a su terreno ―finalmente, Homero abandonará los estudios de Letras y se hará policía―, le suelta:
―Vaya, muchacho, no sé si te has dado cuenta de algo. Sí, ya veo que sí. Eres un chico inteligente, pero algo ingenuo. Te has convertido ipso facto, y no creo que tenga que traducirte ese latinajo, en sospechoso pues tenías un motivo y también un medio para matar al catedrático.
Es evidente que mi profesor no entendió que la palabra “latinajo” está utilizada conscientemente por mí, que soy el autor, en una situación y en un contexto concretos, y con una finalidad determinada ―que nunca es el desprecio de la lengua de Horacio, a la que también estimo mucho―, aunque también es cierto que yo tampoco ―allí, en plena calle― intenté justificarme. Sirvan, por tanto, estas palabras como ulterior explicación si mi profesor las lee. Y es que no es ―ni será― la primera vez que alguien no está de acuerdo con lo que uno escribe ―hace poco un relato de Terror en los Pedroches provocó una discusión sobre una calle que parecía callejón y sobre ciertos políticos decimonónicos―, algo que, por otra parte, es lógico y hasta saludable.
Pero regresando a los latinismos, que es el tema central de este artículo, convendría aclarar que se trata de expresiones ―algunas con estructura oracional; otras, simplemente frases o palabras― escritas en latín que se utilizan en las lenguas actuales, con carácter culto, para condensar un saber referido a cualquier disciplina (jurisprudencia, ciencia, arte…). Algunos fueron creados por los romanos y otros se han gestado a lo largo de los siglos al haber sido el latín ―hasta hace bien poco― la lengua vehicular de todas las materias serias. Hoy en día, los sufridos estudiantes de Derecho deben aprender un buen número de latinismos con los que adornar luego sus exposiciones y réplicas en los juicios, pero, para el resto de los mortales, conocerlos y saber usarlos es sinónimo de cultura, de elegancia y de buen gusto ―por ejemplo, queda mucho mejor en una novela policiaca escribir que el cadáver se encontraba decubito supino que bocarriba―, aunque también hay que utilizarlos con mesura para no incurrir en pedantería.
A mí ―quizás por deformación profesional―, los latinismos que más me gustan son los literarios, especialmente, los que hacen referencia a tópicos que están presentes en la literatura de cualquier cultura y época. Algunos gozan de una salud envidiable y sirven para bautizar a bares y cafeterías como carpe diem, que invita a disfrutar del presente porque, inevitablemente, tempus fugit, el tiempo pasa y, con él, llegan la vejez y la muerte. Entonces, nos preguntamos ubi sunt?, qué fue de los poderosos que controlaban la vida de sus humildes súbditos. Como Jorge Manrique en pleno siglo XV (“¿Qué se fizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se fizieron?”), hoy podríamos preguntarnos por aquellos que, hace unos años, regían la política española ―Felipe González, Aznar, Zapatero, Rajoy― o, dentro de unos años, por los que ahora ―Casado, Sánchez, Rivera o Iglesias― se disputan el poder encarnizadamente. La respuesta ha sido, es y será siempre la misma: humo, polvo, sombra, nada (que diría Góngora).
Un latinismo que describe, como ninguna otra expresión, la ancestral tendencia humana a la corrupción, al tráfico de influencias y al amiguismo es do ut des, es decir, te doy para que me des ―te hago este favor, ya sabes, para que me lo devuelvas―, de forma que, si no se tiene nada que ofrecer, no se llegará a ser nada en la vida (bueno, sí, un don nadie).
Decía Obélix, aquel celta obeso ideado por Urdezo y Goscinny, que “están locos estos romanos”, pero ―como los detectives Hernández y Fernández― yo aún diría más: eran sabios estos romanos.
Con sus latinismos.
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