UNA TABLA DE SALVACIÓN
La chica que leía El viejo y el mar es el último libro de relatos del escritor palentino Gonzalo Calcedo, uno de los autores más prolíficos y premiados de la narrativa corta actual escrita en castellano, con títulos tan sobresalientes como La carga de la brigada ligera, Temporada de huracanes, El prisionero de la avenida Lexington o Como ánades. En esta ocasión, Gonzalo Calcedo reúne diecinueve cuentos, maravillosamente escritos con un estilo elegante y ameno, protagonizados por seres anónimos, a la deriva y sin rumbo, como la mujer que espera en el aeropuerto para coger su vuelo mientras traba amistad con un hombre viudo, que saca de la máquina expendedora un café tras otro con la sola intención de calentarse las manos, y con una joven desarraigada, que viaja sin más compañía que unas botas de motero desgastadas; o como el hombre que acoge a un gato callejero y, cuando este desaparece, a la dueña del felino, que camina por la vida más perdida que el propio animal; o como la mujer que, gracias a su perro, entabla conversación en un restaurante con el sufrido padre de dos niños; o como una adinerada señora, que consume su tiempo ocioso haciendo turismo y que, mientras pasa unos días en un hotelito decadente en compañía de un joven gigoló, se da cuenta de que su pequeño y egoísta universo se viene abajo sin remedio; o como el hombre que recoge a una autoestopista en la carretera para descubrir poco después que, además de tocar maravillosamente el violín, podría ser la mujer de su vida; o como el padre y el hijo que protagonizan el relato que da título al libro, quienes, al tiempo que juegan al ajedrez en el interior de un bar, observan a una joven que lee un libro de Ernest Hemingway y consolidan sus fuertes vínculos paternofiliales.
Siendo estos diecinueve relatos muy distintos los unos de los otros, poseen todos ellos elementos que les otorgan unidad: además de cierta similitud en la personalidad de los protagonistas, existe un poso de melancolía y de nostalgia que recorre todas sus páginas, como si aquellos ya no se sorprendieran de nada o no esperasen ninguna novedad, tan solo dejar pasar la vida ante sus ojos. Hay, también, una mirada condescendiente (o, tal vez, deberíamos decir mejor enternecedora) del autor hacia sus criaturas de ficción, por las que siente una entrañable empatía: al fin y al cabo, son pequeños fragmentos de madera, podridos y ruinosos, que navegan en un mar proceloso, buscando refugio o una orilla acogedora para no sucumbir en el hundimiento vital. Por eso, el final de los cuentos, a pesar de la tristeza que nos embarga al concluir la lectura, está abierto a la esperanza y a un mundo de posibilidades que concede el azar en cualquier momento, gracias a otros seres anónimos y desamparados que ofrecen una mano amiga a la que poder asirse.
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