BIENVENIDO, INSPECTOR LEO CALDAS
Conla publicación, en 2006, de Ojos de agua, irrumpe en el panorama literario español una figura de primer orden: Domingo Villar. El escritor gallego (Vigo, 1970) gana con su primera novela premios tan prestigiosos como el Sintagma o el Novelpol. Inmediatamente, se suceden las traducciones a los idiomas más importantes y comienza a ser conocido en Europa. Su consagración definitiva como uno de los grandes cultivadores de novela negra llega en 2009 con La playa de los ahogados, llevada al cine, seis años después, por Gerardo Herrero y protagonizada por Carmelo Gómez y Antonio Garrido en los papeles protagonistas. Han tenido que pasar diez años para que vea la luz su tercera y ansiada obra: El último barco, publicada nuevamente por Siruela.
La novela inicia su andadura con la desaparición de una mujer de treinta y tres años. Todo parece indicar que se trata de una huida voluntaria que no requiere una investigación policial, pero el padre de la joven, el doctor Víctor Andrade, un prestigioso cirujano que operó de urgencia a la esposa del comisario Soto y le salvó la vida, ejerce sobre este el suficiente predicamento como para obligarlo a darle prioridad al caso. Soto, agobiado por la deuda contraída con el cardiólogo, le encarga la investigación al inspector Leo Caldas, que comienza, con la profesionalidad y con la paciencia que lo caracterizan, a indagar en las causas que pudieron llevar a la joven a desaparecer misteriosamente. La búsqueda de su rastro lo llevará a visitar la Escuela de Artes y Oficios de Vigo y a trasladarse a Moaña y a Tirán, pequeñas poblaciones situadas en la otra margen de la ría, donde había situado su domicilio la hija del doctor, huyendo de un pasado tormentoso. Pronto surgen las primeras dificultades y los puntos oscuros que alumbran la posibilidad de que la desaparición de Mónica Andrade, que es como se llama la joven, quizás no fue tan voluntaria como Caldas presuponía en un principio. Al tiempo que la investigación avanza, siempre bajo la atenta mirada del comisario y las presiones del todopoderoso cirujano, aparecen varios sospechosos y escollos sin cuento que dirigen las pesquisas hacia callejones sin salida mientras nuevos sucesos abren una línea de investigación inesperada. Tras setecientas páginas de lectura absorbente, de jugar con el lector al gato y al ratón, de una trama que se asemeja a las callejas estrechas y laberínticas de Moaña, el inspector hallará la solución de un caso extraño que pondrá en riesgo su propia vida y la de seres queridos, y a prueba su competencia profesional.
Sin duda alguna, uno de los puntos fuertes de la narrativa de Domingo Villar es la construcción de personajes y El último barco no es ninguna excepción. De entre todos ellos, brilla con luz propia Leo Caldas, protagonista de sus anteriores novelas. El inspector es un hombre atípico en el actual panorama del género negro. Es cierto que arrastra el trauma de un divorcio reciente, del que no se ha recuperado (los recuerdos de su exesposa van y vienen continuamente, aunque en esta ocasión iniciará una nueva relación que le aportará algo de ilusión y romperá la monotonía de su vida), pero no intenta remediarlo con un carácter agrio, con el trato despectivo a sus subordinados o refugiándose en la bebida, como suele ser habitual en la narrativa anglosajona. Caldas es un hombre tranquilo y escéptico, amante de la buena mesa y del albariño (sin llegar al sibaritismo de Pepe Carvalho), fumador empedernido y concienzudo detective como el comisario Maigret, y avispado sabueso que se deja llevar por su intuición como el comisario Montalbano. Su contrapunto cómico y necesario (como Sancho Panza lo era de don Quijote, como el doctor Watson lo era de Sherlock Holmes, como el capitán Hastings lo era de Hercule Poirot) es el agente Rafael Estévez, un aragonés grande y rudo, con unos modales y unos comportamientos no muy ortodoxos, y con una relación conflictiva con los perros, que resulta un amigo fiel que sacará de apuros a Caldas en los momentos más delicados o cuando está en juego su vida. Los acompañan unos secundarios bien perfilados y solventes: el voluble comisario Soto; Santiago Losada, un locutor de radio fatuo y engreído; los eficientes agentes Ferro y Clara Barcia o su padre, propietario de una pequeña bodega de vino como el progenitor de Salvo Mantalbano, que actúa de consejero en la sombra. Además, en esta última entrega hay personajes de la grandeza de Napoleón, un mendigo que imparte lecciones magistrales de latín, y varios profesores de la Escuela de Artes y Oficios, personas reales que hacen un cameo como sospechosos para otorgar mayor verosimilitud a la trama.
Otros de los atractivos del autor vigués es la incorporación a su narrativa de una atmósfera única y fácilmente reconocible, que tiene mucho que ver con su patria de origen. Las novelas de Domingo Villar rezuman Galicia por todas y cada una de sus páginas: la pertinaz lluvia, las bateas de mejillones, los berberechos con y sin limón, los platos de pulpo, el albariño, el vapor que cruza la ría, las supersticiones, los curanderos, el olor inconfundible del mar, los paseos por las calles solitarias, el recelo y las respuestas ambiguas conforman un universo que trasciende lo meramente geográfico y cultural para convertirse en mítico. A ello contribuye la preocupación del autor por la descripción de oficios tradicionales que han formado parte de la cultura gallega y que se encuentran, irremediablemente, en vías de extinción. Si en La playa de los ahogados era la pesca artesanal, en El último barco hay un hermoso canto del cisne al alfarero y al lutier, el constructor de instrumentos tradicionales como la gaita o la zanfona. Porque la mirada de Domingo Villar, como la de Leo Caldas, está empañada de nostalgia, de morriña por una hermosa Galicia que agoniza.
Una novela largamente esperada
Tras el indiscutible éxito de La playa de los ahogados, los lectores esperábamos con avidez una nueva entrega del inspector Leo Caldas y de su segundo, el agente Rafael Estévez. Esta pareció llegar en 2013. Se titulaba Cruces de piedra, pero nunca consiguió materializarse en un libro. A partir de ese momento, comenzó a pasar el tiempo y, con él, aparecieron los más diversos rumores sobre el autor y sobre su obra fantasma. Mientras tanto, Domingo Villar seguía a lo suyo: escribir, reescribir, corregir una y otra vez, traducir al gallego una extensa novela repleta de personajes, de historias que se bifurcan y convergen, de giros, de vueltas de tuerca, de pequeños matices que, como los engranajes de un reloj, deben encajar a la perfección para atrapar al lector durante setecientas páginas y para llevarlo hasta un final sorprendente e impactante. Por fin, en marzo de 2019, ha visto la luz con un sugerente título: El último barco. A tenor de los resultados, la larga espera ha merecido la pena.
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