Conocí
al detective Pepe Carvalho a través de una deplorable serie de televisión
protagonizada por Eusebio Poncela, que no destacaba, precisamente, ni por su
calidad ni por ser una adaptación
mínimamente fiel de los textos originales, sino por la abundancia de escenas
gratuitas de desnudos (especialmente, los femeninos), algo consustancial al
cine español de la época, circunstancia que, tal vez, merecería un estudio
psicológico por parte de algún avezado psiquiatra. El propio Manuel Vázquez
Montalbán, padre y creador del detective gallego afincado en Barcelona,
renegaría tiempo después, pública y reiteradamente, de aquel engendro televisivo
y hasta llegó a dedicarle un malévolo relato policíaco (Asesinato en Prado del Rey) en el que no dejaba títere con cabeza.
Del
escritor catalán me gustan muchas cosas: los originales planteamientos de los
crímenes; la personalidad de Carvalho (amante de la buena mesa y del mejor whisky,
despiadado Torquemada de la Literatura –tenía la costumbre de encender la
chimenea con un libro, cuanto más voluminoso, mejor–, comunista escéptico e
irónico exagente de la CIA) y de otros secundarios de lujo como Biscuter, su
ayudante para todo; su capacidad para mezclar ficción y realidad, y para
retratar la sociedad española sacando a la luz sus sombras tenebrosas; por
último, su dominio de la palabra (no solo fue un gran narrador, también destacó
como articulista, como ensayista y como poeta), con la que dignificó un género
que siempre ha sido considerado popular y de segunda división por los plúmbeos literatos
de pedigrí.
También
mi primer conocimiento de Juan Madrid vino de la mano de una serie de televisión
de finales de los ochenta (Brigada
Central), que protagonizaba un joven Imanol Arias en el papel del comisario
Flores. Aquella serie me llevó a buscar otros escritos del autor malagueño y,
en consecuencia, a descubrir a Toni Romano, un expolicía y exboxeador
reconvertido en detective privado, que recorre los ambientes más variopintos
del Madrid de la movida (desde las clases de la alta sociedad al lumpen)
mientras investiga sórdidos crímenes.
Sin
embargo, la narrativa de Juan Madrid que más ha influido en mí es la breve. Sus
numerosos cuentos (reunidos recientemente en un volumen) abordan desde casos
estrictamente policíacos hasta recreaciones literarias de los crímenes más
famosos de la España de la transición democrática (la matanza de Puerto
Hurraco, el asesinato de los marqueses de Urquijo, el de tres novilleros en una
finca de Albacete cuando toreaban a la luz de la luna o el crimen de Los
Galindos), pasando por galdosianas radiografías en negro de la sociedad
madrileña y, por ende, de la española. También es variada su extensión, aunque
predomina el cuento breve y algunos son solo apuntes expresionistas de lo más
oscuro de la condición humana. En ellos, el autor no desdeña temas espinosos y
duros como la pedofilia, el maltrato o las aberraciones patológicas, abordados
con pasmosa sangre fría y sin contemplaciones. Todos poseen, como nexos
comunes, la maestría con la que están escritos, el dominio de las técnicas
narrativas, la capacidad de atraer la atención del lector desde la primera
línea, que no puede permanecer impasible ante la terrible realidad descrita en
sus páginas.
Admiro
de Lorenzo Silva su profesionalidad, su solvencia como narrador y su capacidad
para observar la realidad con comedido distanciamiento. Bevilacqua y Chamorro,
la justamente famosa pareja de guardias civiles perteneciente a la UCO (que son
las siglas de la Universidad de Córdoba, pero también de la Unidad Central Operativa
de la Benemérita) que Silva tuvo a bien inventarse un buen día, recorren la sufrida
piel de toro resolviendo unos crímenes que solo podían cometerse en la España postmoderna
del pelotazo urbanístico, del tráfico de drogas, de la corrupción de políticos
y de fuerzas del orden. Todos estos asesinatos se nos ofrecen a través de la
mirada escéptica, inteligente (y, a la vez, profundamente tolerante con las
debilidades ajenas) del sargento (ahora teniente) Bevilacqua, una mezcla entre
perspicaz psicólogo y curtido policía. Como me ocurre con Donna Leon, una
novela de Lorenzo Silva es un valor seguro que nunca, nunca defrauda, y a la
que uno recurre cuando desea pasar un rato agradable de lectura sin más (ni
menos) pretensiones.
Aunque
me dejo en el tintero (mil perdones) a grandes cultivadores españoles del
género negro (el pionero Francisco García Pavón y su entrañable Plinio, policía
municipal de Tomelloso; Alicia Giménez Bartlett, autora de la saga de la
inspectora Petra Delicado; el recientemente fallecido González Ledesma; el
incombustible Julián Ibáñez, que ha encontrado un filón inagotable –para
alegría de sus lectores incondicionales– en el pícaro Bellón, y tantos, tantos
buenos novelistas: Carlos Zanón, Toni Hill, Alexis Ravelo, José María
Guelbenzu…), no deseo finalizar este artículo sin dedicar unas palabras a Domingo
Villar, por el que siento un cariño especial. Autor de dos novelas (es una lástima
que no se prodigue más), ha creado un personaje (el inspector Leo Caldas) que me
recuerda en muchos aspectos a los comisarios Brunetti (por su humanidad y su
sentido de la justicia) y Montalbano (con quien comparte muchas aficiones y el
hecho de que sus respectivos padres sean propietarios de bodegas de vino), y ha
convertido su Galicia natal en escenario de una novela negra de gran calidad
que no tiene que hablar necesariamente (¡qué hartura!) de ajustes de cuentas
entre sanguinarios y televisivos capos de la droga.
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