Félix Ángel Moreno Ruiz

lunes, 29 de octubre de 2018

JUEGOS SABÁTICOS de Juan Pizarro

 UNA VOZ SINGULAR



Conocí a Juan Pizarro (Villanueva de Córdoba, 1948) allá por el inicio de los años noventa del pasado siglo cuando cursaba los estudios de Filología Hispánica en la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba y, desde aquel tiempo, me precio de mantener una amistad que, ahora que disfruta de la merecida jubilación, se ha hecho más estrecha.
Como recuerdo de aquella época estudiantil, guardo un ejemplar dedicado de su primer libro de relatos: Días de ceniza. Editado por el Ayuntamiento de su localidad natal en 1987 y con prólogo de Antonio Colinas, recoge una docena de cuentos (uno de ellos, Myriam, había ganado en 1984 el premio de narrativa breve Antonio Porras, convocado por el Ayuntamiento de Pozoblanco) en los que ya están presentes el universo temático y los rasgos estilísticos genuinos e inconfundibles de Juan Pizarro. A pesar de que no haya publicado más libros durante estos años, no ha permanecido ocioso: varios cuentos han aparecido en las revistas de feria de su pueblo y de Pozoblanco; otros, en diversos medios de comunicación como La Tribuna de Córdoba, Cuadernos de Ipónuba de Baena, El Faro de Ceuta y de Melilla (simultáneamente); finalmente, otros han quedado guardados en el cajón hasta que se ha decidido a reunirlos todos bajo el sugerente título de Juegos sabáticos.
Pero el interés de Juan Pizarro no se circunscribe solo a la creación literaria. En 1988 vio la luz Vocabulario de los Pedroches, un trabajo lexicográfico que ya había aparecido en una primera versión en 1982 y que, en 1986, fue merecedor del III Premio de investigación lingüística convocado por el Ayuntamiento de Pozoblanco. La obra, prologada por el profesor Antonio Narbona y editada por la Diputación de Córdoba y por varios ayuntamientos de la comarca, recoge vocablos, locuciones, refranes, frases figuradas y expresiones propias de los Pedroches y constituye un esfuerzo encomiable y con bases científicas, no superado hasta la fecha, de recopilar un material procedente de fuentes orales que, me consta, sigue siendo muy útil para los escritores que pretenden reflejar en sus obras literarias las palabras propias de nuestra tierra.
Junto a esta labor lexicográfica, Juan Pizarro también ha escrito numerosas semblanzas biográficas de escritores (con una querencia especial por autores olvidados por la crítica y la historia como Antonio Porras o Eduardo Mallea, por poner dos ejemplos significativos) y descripciones de los lugares que ha visitado, como el Valle del Rif (tierra a la que ha estado muy vinculado por vivir en Ceuta durante muchos años desempeñando su labor docente), que, una vez publicadas en diversos medios, han aparecido reunidas recientemente en Cruzando el Rif.
Centrándonos en su producción literaria y en Juegos sabáticos, podemos apreciar un elemento vertebrador que está presente en casi toda ella: el humor en las más variadas formas. Para aquellos que lo conocemos, Juan Pizarro atesora un excelente sentido de la comicidad y una visión distanciada de la existencia que son claves para conseguir la risa (y la sonrisa) del lector. El humor se muestra, a veces, a las claras; a veces, a traición; a veces, chocarrero; a veces, irónico; a veces, negro, negrísimo. Un humor que asoma ya en las solapas, antes, incluso, de comenzar a leer alguna de sus obras: bien en forma de caricatura gráfica en Vocabulario de los Pedroches o como una biografía fingida en Días de ceniza, en donde llega a decir de sí mismo que “tiene úlcera de estómago, empelados los pies y en la melancólica invernia toca muy lucidamente el bombardino”. Al adentrarse en las páginas de Juegos sabáticos, el lector tendrá que detenerse para reír a carcajadas y, en otras ocasiones, esbozará una sonrisa, pero nunca permanecerá indiferente.
Otro elemento común en toda su obra, que llama poderosamente la atención, es su amor a la palabra. En su prosa, los vocablos no aparecen gratuitamente: los busca con parsimoniosa minuciosidad atendiendo a su valor fónico (leer en voz alta un relato de Juan Pizarro permite apreciar todos los matices y el humor que sus significantes atesoran) y a su significado, de forma que constituyen un todo indisoluble. La fuente de estos vocablos es, a veces, el acervo popular (del que es un gran estudioso y conocedor) y, a veces, el patrimonio literario clásico. Sea una u otra la procedencia, el producto final es un discurso que nos traslada a otra época, que nos hace recordar los juegos conceptistas de Quevedo y a escritores que se han caracterizado por este dominio del idioma como Francisco Umbral o Camilo José Cela.
Nombrar a escritores nos lleva a hablar de otra seña de identidad de Juan Pizarro: las referencias a sus autores preferidos. Podríamos decir que la Literatura (con mayúsculas) rebosa por todos los renglones: acá parece un guiño al Arcipreste de Hita, allá se nos revela Corpus Barga, acullá reconocemos a Felipe Trigo… Estas referencias convierten la obra en un exquisito juego metaliterario.
No podría terminar esta reseña sin comentar el carácter heterodoxo y a contracorriente de Juan Pizarro, que se manifiesta en el formato de las composiciones que aparecen en el libro: desde cuentos extensos hasta microrrelatos, pasando por poemas, reflexiones y semblanzas biográficas de personajes inventados al más puro estilo borgiano. Por haber, hay, incluso, dos versiones (una poética y otra narrativa) de un mismo tema. Y este carácter heterodoxo lo hace, precisamente, tan interesante y lo convierte en una voz singular y única en el panorama literario de los Pedroches.

lunes, 8 de octubre de 2018

LA TRANSPARENCIA DEL TIEMPO de Leonardo Padura


CANCIÓN TRISTE DE LA HABANA


Cuando faltan pocos días para que el exteniente Mario Conde (dedicado ahora a la compraventa de libros usados tras el abandono de la carrera policial en la Central de Investigaciones Criminales) se convierta en sexagenario, Bobby, un compañero de juventud, le pide que lo ayude a recuperar una imagen de madera de la Virgen de Regla que le ha robado su compañero sentimental mientras él pasaba unos días en Miami exportando cuadros de artistas cubanos. A Conde no le queda más remedio que aceptar porque, como suele ser habitual, su situación financiera es catastrófica y, además, se siente atado por los lazos de amistad. Sin embargo, pronto descubre que Bobby no ha sido ni leal ni sincero con él sobre el auténtico valor de la escultura y que el caso es mucho más complicado de lo que parecía en un principio porque comienzan a aparecer cadáveres y el propio detective pone en serio peligro su vida. Con este interesante argumento, se construye La transparencia del tiempo, la última novela de Leonardo Padura (La Habana, 1955), que es, probablemente, el escritor hispanoamericano de género negro con más prestigio internacional, merecedor (entre otros galardones) del Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015 por el conjunto de su obra.
El lector habitual de la serie encontrará en esta última entrega todos los lugares comunes a los que su autor nos tiene acostumbrados y que son su seña de identidad: las penurias del protagonista en el día a día para conseguir un café o un tabaco decentes; las reuniones con los amigos de toda la vida en casa de Carlos el Flaco, en las que no faltan ni la mejor comida criolla ni un buen ron siempre y cuando Conde consigue hacerse con algo de dinero; su relación sentimental con Tamara, a la que quiere más que nunca, pero con quien es incapaz de convivir de forma permanente; los tira y afloja que mantiene con  Manolo, su antiguo subordinado, convertido ahora en el jefe de la sección de Delitos Mayores. Sin embargo, destacan especialmente en  La transparencia del tiempo dos elementos que, si bien estaban presentes en las anteriores entregas, adquieren aquí  una mayor relevancia. Uno es la crisis existencial que atraviesa Conde, que es consciente de que, con sesenta años y un cuerpo que no ha cuidado, inicia el camino inexorable hacia la vejez y la decrepitud. Otro es la visión que Padura nos transmite, a través de los ojos de su protagonista, de Cuba en general y de La Habana en particular. Después de más de cincuenta años de castrismo, la ciudad muestra de forma hiriente las diferencias insalvables entre los ciudadanos que han sabido buscarse la vida (generalmente, de forma ilícita) tan bien que disfrutan de las comodidades de los europeos y norteamericanos más acomodados, y un lumpen, venido de las zonas más castigadas por la crisis, que se hacina en los suburbios de chabolas construidas con cartones y hojalata. Y, en medio de la nada, los seres anónimos como Mario, los “comemierda” de un mundo en descomposición, que han visto pasar la vida en el mismo barrio de siempre (que ahora se cae, literalmente, a pedazos) sobreviviendo a duras penas con la ética del perdedor como única compañera.

EL REINO DEL LENGUAJE de Tom Wolfe


EL ORIGEN DEL LENGUAJE



El escritor y periodista Tom Wolfe, fallecido recientemente, ha sido una figura indiscutible en el panorama literario norteamericano de los últimos cincuenta años. Pionero del nuevo periodismo y autor de superventas como La hoguera de las vanidades (novela adaptada con enorme éxito a la gran pantalla), abordó también el ensayo de forma intermitente. Precisamente, su última obra, El reino del lenguaje (que se ha convertido en su testamento literario), pertenece a este género. En ella aborda un tema controvertido, que ha traído de cabeza a reputados científicos de las más variadas disciplinas: el origen del lenguaje humano. Y lo hace de forma original, contraponiendo (y enfrentando) las vidas y las obras de cuatro pensadores anglosajones. Por una parte, Alfred Wallace y Charles Darwin, quienes idearon la teoría de la evolución de las especies de forma simultánea, aunque fuese este último quien se llevó toda la gloria merced a su mayor prestigio social y a ciertos juegos sucios que empleó con su compañero. Por otra, Noam Chomsky (creador de la Gramática Generativa Transformacional, que defiende la universalidad del lenguaje) y Daniel Everett (un lingüista que, tras estudiar la lengua de los piraha, un pueblo del Amazonas, considera el lenguaje como un artefacto cultural). Con un estilo ameno y desenfadado, buscando la polémica y la desmitificación de personajes venerados (Darwin y Chomsky), Wolfe no desdeña ni la ironía ni el sarcasmo para escribir un amenísimo y divertido ensayo que, pese al tema tratado, se lee como si fuera una novela de misterio. El misterio del origen del lenguaje.

LA HERMANA MENOR de Mariana Enríquez


UNA FIGURA DESCONCERTANTE



“Hermana de Victoria Ocampo, esposa de Adolfo Bioy Casares, amiga íntima de Jorge Luis Borges, una de las mujeres más ricas y extravagantes de Argentina, una de las escritoras más talentosas y extrañas de la literatura en español: todos estos títulos no la explican, no la definen, no sirven para entender su misterio”.  Así califica la escritora y periodista Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) a Silvina Ocampo en La hermana menor, un libro que es más que una biografía de la artista bonaerense (fallecida en 1993,  a los noventa años, víctima del alzhéimer) pues analiza también la época que le tocó vivir y su obra literaria, utilizando para ello numerosas fuentes, que incluyen cartas, testimonios y opiniones de personas que la trataron en vida, de críticos literarios y de sus amigos más cercanos.
Conforme nos adentramos en la lectura del libro, vamos tomando conocimiento de un personaje fascinante y encantador, con un don especial para provocar la admiración ajena (tanto por su belleza física como por su inteligencia, elegancia y savoir faire), con una imaginación e inventiva desbordantes que puso al servicio de la escritura de cuentos con notable maestría. Sin embargo, en una vida tan extensa e intensa también hubo lugar al sufrimiento; el mayor, quizás, la desgracia de ser siempre “la hermana menor”, permanecer a la sombra de personalidades desbordantes y arrolladoras como Victoria, Bioy Casares o Borges. Para remediar esta injusticia, Mariana Enríquez ha escrito un hermoso libro que reivindica su figura.

YO VOY, TÚ VAS, ÉL VA de Jenny Erpenbeck


UNA VENDA EN LOS OJOS



¿Qué hacer cuando se dispone de todo el tiempo del mundo? Esta pregunta se la hace Richard, un profesor universitario alemán (del antiguo Berlín oriental) recién jubilado que vive en soledad no deseada (su esposa falleció y su segunda pareja lo abandonó hace tiempo) en una hermosa casa junto a un lago. Es plenamente consciente de que, pese a su prestigio, pronto nadie en el mundo académico lo echará de menos, por lo que continúa con su rutina (hacer la compra en el supermercado, poner orden en la vivienda) y busca una nueva ocupación para no sucumbir a la depresión. Un día, entra en contacto con un grupo de inmigrantes ilegales africanos que, mientras esperan a que su situación se regularice, intentan aprender alemán y acostumbrarse a una nueva cultura. Richard decide colaborar con los voluntarios que los atienden y es así como, al tiempo que reflexiona sobre su antigua condición de ciudadano alienado durante el régimen comunista, se hace amigo de unas personas que tienen un nombre, una historia a sus espaldas (trágica, muchas veces) y un único deseo: labrarse un futuro decente en una tierra de promisión que le cierra las puertas.
Yo voy, tú vas, él va, de la escritora berlinesa Jenny Erpenbeck, es una novela coral (hilvanada con múltiples historias, aunque el nexo de unión sea Richard), valiente, que denuncia, sin incurrir en fáciles sentimentalismos, el drama de la inmigración ilegal en una Europa egoísta y torpe, de escasa memoria, que prefiere mirarse el ombligo y cerrar los ojos (y las fronteras) a una realidad que terminará por superarla algún día.

martes, 2 de octubre de 2018

AÑORA Y SUS FIESTAS de Antonio Merino Madrid

AMOR A SU TIERRA



No son infrecuentes (más bien abundan) los libros sobre etnografía (folklore, fiestas, tradiciones), dialectología (hablas locales o comarcales) y lexicografía (vocabularios, léxicos de oficios), escritos, en la mayoría de los casos, por personas que, con toda la buena voluntad del mundo, carecen de los conocimientos necesarios para abordar semejantes estudios, por lo que se convierten en una rémora (más que en una ayuda) que entorpece la labor posterior de los investigadores serios. Por eso, llama la atención un libro como Añora y sus fiestas, por su rigurosidad, carácter científico, amenidad y un estilo accesible, a la par que limpio. Su autor, el noriego Antonio Merino, cronista oficial de su pueblo desde 1988, es uno de los más activos dinamizadores culturales de los Pedroches a través de Solienses, un blog personal en el que se hace eco de cualquier evento relacionado con la cultura en la comarca, sin desdeñar tampoco la opinión sobre la vida social y política (con sus correspondientes e inevitables polémicas). Meritoria (e importantísima) es también la convocatoria anual del premio literario que lleva el nombre del blog, que da voz a escritores relacionados con la comarca que, de otra forma, nunca serían conocidos más allá del Calatraveño.
El título de la obra muestra ya las intenciones de su autor. El termino Añora se coloca en primer lugar cuando lo lógico es que hubiera sido el núcleo del adyacente (Las fiestas de Añora), revelando así que no solo se estudiarán las fiestas y que su verdadero protagonista es Añora, pueblo al que Antonio profesa un gran cariño (de hecho, él mismo reconoce en el prologo que se trata de “una declaración de amor”), el cariño que tienen todas las personas que, en algún momento de su vida, se ven obligadas a salir de su tierra para buscar un futuro más próspero, para formarse, pero a la que inevitablemente regresan porque allí encuentran (sin rancios chovinismos) sus raíces y sus señas de identidad.
El libro está dividido formalmente en seis capítulos (“Un paseo por la historia”, “Principales cultos en Añora a través de la historia”, “La fiesta de la Cruz”, “La Virgen de la Peña y San Martín”, “Otras fiestas singulares de Añora”, “Los ritos que se fueron. Fiestas desaparecidas”), aunque una lectura subjetiva permite percibir una estructura interna distinta. Así, una primera parte la constituye una breve y amena historia de Añora (desde sus orígenes hasta la actualidad); a continuación, se centra en la fiesta de las Cruces, que es (sin duda alguna) la más importante de la localidad y la que más reconocimiento tiene allende nuestras fronteras, para pasar luego al estudio del resto de festividades. Finalmente, hay un delicioso capítulo dedicado a los ritos que (triste e inevitablemente) han desaparecido por diversas circunstancias (merece destacar el dedicado a la encina que los quintos quemaban el año en que eran llamados a filas, un inteligente y agudo apunte sobre el comportamiento masculino en una sociedad patriarcal tradicional).
Al adentrarnos en la lectura del libro, llama poderosamente la atención su carácter pedagógico (no puede negar Antonio que es profesor y que está acostumbrado a enseñar), divulgativo y ameno, que no está reñido con la rigurosidad y con el tratamiento científico de los temas que aborda. Como doctor en Filología clásica, posee sólidos conocimientos, que se ponen de manifiesto en las abundantes referencias bibliográficas y en las notas a pie de página, lo que convierte a Añora y sus fiestas en una obra muy valiosa para todo aquel que, proveniente del mundo académico, quiera realizar un estudio antropológico serio sobre nuestra tierra. Por eso, la obra está llamada a perdurar en el tiempo porque sienta las bases de futuras aproximaciones a las fiestas de otros pueblos de la comarca.
Si hay motivos sobrados para leer el libro, podría añadirse la cuidada edición (a cargo del Ayuntamiento de su pueblo y de la Diputación provincial) y el estilo empleado (es de agradecer que esté bien escrito, algo infrecuente en estos tiempos). Todo ello convierte a Añora y sus fiestas en una obra a la que merece la pena acercarse porque contribuye, por una parte, a salvaguardar un riquísimo patrimonio inmaterial que (por circunstancias que no es cuestión de analizar ahora) está en serio peligro de extinción y, por otra, a que los Pedroches dejen de ser esa comarca tan extraña (y tan lejana) para el resto de cordobeses.