CANCIÓN TRISTE DE LA HABANA
Cuando
faltan pocos días para que el exteniente Mario Conde (dedicado ahora a la
compraventa de libros usados tras el abandono de la carrera policial en la
Central de Investigaciones Criminales) se convierta en sexagenario, Bobby, un
compañero de juventud, le pide que lo ayude a recuperar una imagen de madera de
la Virgen de Regla que le ha robado su compañero sentimental mientras él pasaba
unos días en Miami exportando cuadros de artistas cubanos. A Conde no le queda
más remedio que aceptar porque, como suele ser habitual, su situación
financiera es catastrófica y, además, se siente atado por los lazos de amistad.
Sin embargo, pronto descubre que Bobby no ha sido ni leal ni sincero con él
sobre el auténtico valor de la escultura y que el caso es mucho más complicado
de lo que parecía en un principio porque comienzan a aparecer cadáveres y el
propio detective pone en serio peligro su vida. Con este interesante argumento,
se construye La transparencia del tiempo,
la última novela de Leonardo Padura (La Habana, 1955), que es, probablemente,
el escritor hispanoamericano de género negro con más prestigio internacional,
merecedor (entre otros galardones) del Premio Princesa de Asturias de las
Letras en 2015 por el conjunto de su obra.
El
lector habitual de la serie encontrará en esta última entrega todos los lugares
comunes a los que su autor nos tiene acostumbrados y que son su seña de
identidad: las penurias del protagonista en el día a día para conseguir un café
o un tabaco decentes; las reuniones con los amigos de toda la vida en casa de Carlos
el Flaco, en las que no faltan ni la mejor comida criolla ni un buen ron
siempre y cuando Conde consigue hacerse con algo de dinero; su relación
sentimental con Tamara, a la que quiere más que nunca, pero con quien es
incapaz de convivir de forma permanente; los tira y afloja que mantiene
con Manolo, su antiguo subordinado,
convertido ahora en el jefe de la sección de Delitos Mayores. Sin embargo,
destacan especialmente en La transparencia del tiempo dos
elementos que, si bien estaban presentes en las anteriores entregas, adquieren aquí una mayor relevancia. Uno es la crisis
existencial que atraviesa Conde, que es consciente de que, con sesenta años y
un cuerpo que no ha cuidado, inicia el camino inexorable hacia la vejez y la
decrepitud. Otro es la visión que Padura nos transmite, a través de los ojos de
su protagonista, de Cuba en general y de La Habana en particular. Después de
más de cincuenta años de castrismo, la ciudad muestra de forma hiriente las
diferencias insalvables entre los ciudadanos que han sabido buscarse la vida
(generalmente, de forma ilícita) tan bien que disfrutan de las comodidades de
los europeos y norteamericanos más acomodados, y un lumpen, venido de las zonas
más castigadas por la crisis, que se hacina en los suburbios de chabolas
construidas con cartones y hojalata. Y, en medio de la nada, los seres anónimos
como Mario, los “comemierda” de un mundo en descomposición, que han visto pasar
la vida en el mismo barrio de siempre (que ahora se cae, literalmente, a
pedazos) sobreviviendo a duras penas con la ética del perdedor como única
compañera.
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