CRIMEN Y MISTERIO EN OXFORD
Edmund Crispin, escritor inglés y uno de los más singulares cultivadores
del género policíaco del siglo XX, está de moda en España gracias a la
editorial Impedimenta, que está llevando a cabo una labor encomiable con la
publicación de parte de su obra. La edición, muy cuidada y con la excelente
traducción de José C. Valdés ―que ha sabido trasladar al castellano con gran
acierto las peculiaridades estilísticas del autor―, arrancó en 2011 con su
novela más famosa, La juguetería errante,
a la que siguieron El canto del cisne
(2012) y Trabajos de amor
ensangrentados (2014). La última, El
misterio de la mosca dorada, acaba de ver la luz este año.
Nacido en Buckinghamshire en 1921, con el nombre de Robert
Bruce Montgomery ―tomó el pseudónimo de un personaje de la novela ¡Hamlet, venganza! de Michael Innes―,
estudió en Oxford, donde se licenció en lenguas modernas, y donde
posteriormente fue organista y maestro de coro durante varios años. En 1944 inició
la producción de su obra, formada por nueve novelas y dos colecciones de
cuentos, toda de temática policíaca y protagonizada por Gervase Fen, un
distraído y algo excéntrico profesor de Lengua y Literatura inglesas en el
ficticio St. Christopher’s Collage de Oxford, que dedica su tiempo libre a
desvelar misterios que suceden a su alrededor con especial predilección por los
asesinatos. Aunque Crispin dejó de escribir narrativa a partir de los años
cincuenta, debido a su severa adicción al alcohol, continuó realizando crítica
literaria hasta su muerte en 1978.
El misterio de la
mosca dorada, publicada en 1944, es, cronológicamente, la primera novela y,
por tanto, inicia la saga de su peculiar detective. En ella están presentes
todos los rasgos que caracterizan la concepción que del género policíaco tenía
su autor y que luego se acentuarán y repetirán en las entregas posteriores. Se
trata de un típico ejemplo de “crimen imposible”, que hacía las delicias de los
lectores aficionados a la novela policíaca de entreguerras, y cuyo máximo
exponente es el norteamericano John Dickson Carr, al que Crispin admiraba:
Yseut, una joven actriz que no despierta muchas simpatías entre sus compañeros,
aparece muerta en la habitación de un hotel y todo parece indicar que se trata
de un suicidio. Sin embargo, Fen, que se encuentra presente en el lugar cuando
acontecen los hechos, concluye que es un crimen y de inmediato comienza a
investigar. A través de las entrevistas con los distintos sospechosos, descubre
que todos ellos tienen motivos para matarla y que ninguno posee una coartada
suficientemente sólida para ser descartado. La trama se complica cuando hay otro
asesinato, lo que le indica al detective que se está acercando peligrosamente a
la verdad. Finalmente, el protagonista desvela, en un gran juego de artificio y
delante de todos los implicados, quién es el culpable.
Sin embargo, El
misterio de la mosca dorada es mucho más que una aceptable novela que
sigue, punto por punto, los esquemas del género policíaco clásico del que
Edmund Crispin demuestra ser un consumado maestro, sobre todo de las prolepsis
con las que anticipa parte de la trama para despertar la atención del lector.
Escritor culto y dotado de una sólida formación clásica, sentía pasión por el
misterio, pero, al mismo tiempo, era consciente de que se trataba de un género
menor, por lo que estaba empeñado en dignificarlo y en darle mayor categoría
intelectual, de ahí que utilizara un estilo trabajado que no hacía concesiones
al lector medio. En sus páginas, son frecuentes las descripciones minuciosas ―magnífica
y esperpéntica es, por ejemplo, la llegada del tren a la estación de Oxford en
las primeras páginas del libro―, los recursos retóricos ―en especial, la
ironía―, el análisis pormenorizado de los personajes y las digresiones. Aprovechando
que los sospechosos están vinculados al teatro, el autor lleva a cabo un retrato
de su mundo: los ensayos, los escenarios, la tramoya y, sobre todo, sus miserias.
Así, alguien le pregunta sorprendido a Yseut si en el teatro se tiene que “utilizar
el sexo para conseguir trabajos”, a lo que ella le responde con naturalidad que
no supondrá que “la gente consigue los papeles por su capacidad
interpretativa”.
Pero, sin duda alguna,
lo que destaca en la novela son sus abrumadoras y constantes referencias
literarias, lo que la convierte en un continuo y, en ocasiones, difícil juego
metaliterario. Es frecuente encontrar a un personaje con un libro entre las
manos ―una obra satírica del siglo XVIII, por ejemplo― o manteniendo una sesuda
conversación sobre Shakespeare. Por sus páginas se pasean John Dickson Carr,
Lewis Carroll, Charles Churchill, Horacio, Wyndham Lewis, Charles Williams,
Henry Constable, Pierre Corneille, William Dunbar y un largo etcétera de escritores
de todos los estilos y épocas. Si a ello añadimos el humor ―a veces socarrón, a
veces lacerante― que impregna todo la obra, llegamos a la conclusión de que
Edmund Crispin representa una rara avis
dentro de la época dorada de la novela policíaca clásica que merece ser
rescatada del olvido.
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