Pensaba yo (iluso de mí) que el oficio de escritor (o
escribidor, que diría Varguitas) consistía en escribir.
Con tal pensamiento, un día comencé a hacerlo.
Sin embargo, pronto me di cuenta de que había cometido un
grave error de apreciación.
Supe entonces que, en el mundillo de la literatura (o Literatura,
como prefieren nombrarla los vanamente pretenciosos y pedantes), el oficio de
escritor era, en no pocas ocasiones, el menos importante pues, como ortigas en
el camino, al amparo de las letras y su fama, florecían oficios de las más
variopintas cataduras:
Yago.
Uno de los nuestros, capisci?
Maese Pedro con su
retablo de las maravillas.
Prestidigitador.
Tu quoque, Brute, fili
mi?
Tartufo.
Eva al desnudo.
Senador bajo el
gobierno de Calígula.
Funambulista en la
cuerda floja.
Mercader de Venecia.
Bufón en la corte de Carlos
II, el Hechizado.
Tahúr del Mississippi…
Y también supe entonces que, para medrar, era necesario
ejercer tales oficios con mano diestra (y siniestra).
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