Siempre
me ha interesado la novela negra mediterránea en general y la italiana en
particular, quizás por una cuestión de cercanía, de identificación con su
cultura, su gastronomía o su forma de entender la vida. De ahí que procuro
estar al tanto de las últimas publicaciones del griego Petros Markaris o de los
nuevos valores como el romano Antonio Manzini o el parmesano Carlo Lucarelli.
Pero hay dos autores a los que profeso gran devoción porque me han permitido
disfrutar de numerosas horas de lectura entretenida o me han hecho reflexionar
sobre la condición humana.
El siciliano Andrea Camilleri (Porto
Empedocle, 1925) es el creador del ya universalmente famoso comisario Montalbano.
En principio, solo iba a publicar dos novelas (La forma del agua y El perro
de terracota); sin embargo, decidió continuar la serie cuando el favor del
público le obligó a dar vida de nuevo a un personaje que, desde entonces, lleva
protagonizadas más de veinte novelas y unos cuantos libros de relatos. ¿Cuáles son las claves de
este rotundo éxito? En primer lugar, cabe destacar unos personajes que se
convierten en cercanos y entrañables a base de repetir sus rasgos
característicos: Salvatore Montalbano, un policía íntegro, irónico y descreído,
amante de la buena mesa y de la mejor literatura, y algo reacio a acatar
órdenes; su novia Lidia, una mujer inteligente y apasionada; el inepto y
voluntarioso Catarella, con sus equívocos lingüísticos y sus golpes en las
puertas; el eficiente Fazio, cuyo único defecto es la manía malsana de escribir
largos informes que parecen sacados de un registro civil; el subcomisario
Augello, paradigma del italiano mujeriego, vividor y narcisista; el doctor
Pasquano, forense perspicaz y siempre malhumorado. Todos ellos y muchos más
(Galluzzo, Nicolo Zito, Jacomuzzi, Bonetti Alderighi, Ingrid) conforman una
pléyade de personajes fácilmente reconocibles por el lector desde que abre la
primera página de cualquiera de las novelas de la serie. Esto ocurre también
con situaciones que, siempre presentes, ayudan a crear un universo camilleriano
único e inconfundible: el comienzo de la novela con el despertar del comisario
y el parte del tiempo de esa mañana, los melancólicos paseos por la playa de
Marinella, los solitarios baños en el mar, las pantagruélicas comidas (siempre
de pescado y de pasta, nunca de carne) en la trattoria y el posterior paseo por el puerto para hacer la
digestión mientras Montalbano reflexiona sobre el caso que tiene entre manos,
las peleas telefónicas con Lidia, los tirones de oreja del jefe…. Si a esto
añadimos una forma de narrar sobria y efectiva, inspirada en los libros que
Georges Simenon escribió sobre el comisario Maigret (al que Camilleri adaptó
para una serie cuando trabajaba en la RAI), unas historias bien estructuradas,
unas tramas y una ambientación realistas y cercanas, entonces comprenderemos
tan merecido éxito y por qué el nonagenario escritor es considerado, con
justicia, uno de los más grandes creadores de novela negra de todos los
tiempos.
Nacida en Estados Unidos, pero de origen
italiano y afincada en Venecia desde hace muchos años, Donna Leon es una de las
escritoras a la que recurro cuando deseo leer una historia sencilla, solvente y
bien escrita. Tengo que reconocer que sus novelas no destacan, precisamente,
por una trama policíaca compleja ni por una gran cantidad de sospechosos (de
hecho, los finales no suelen ser especialmente sorprendentes), pero Guido
Brunetti, el comisario protagonista de gran parte de su narrativa, representa
el paradigma de persona tranquila y buena: siempre respetuoso con sus
semejantes, poseedor de una fina ironía (que le permite la convivencia con su
jefe, el inepto y arribista vicequestore
Patta), buen padre, fiel amigo y mejor compañero, observa la realidad que le
rodea con el distanciamiento propio de un hombre culto e inteligente. Desde
luego, es un policía atípico en el panorama literario del género negro, donde
abundan los sabuesos desquiciados, alcohólicos, enfrentados con el mundo y con ellos
mismos, que arrastran numerosos traumas y problemas personales. Por el
contrario, a través de los ojos de Brunetti vivimos el día a día de un policía
corriente, que va dando un paseo o coge el vaporetto
para ir a la comisaria (como haría cualquier veneciano), que soporta con
estoicismo el acqua alta, la desidia
y corrupción de los gobernantes municipales o la invasión de turistas que
convierten la ciudad de los canales en un espacio inhabitable. Luego, cuando
regresa a casa, comenta con su esposa Paola los casos que investiga o las
goteras que le han salido al techo, dialoga con paciencia con sus hijos
adolescentes Raffi y Chiara, almuerza en familia (la sempiterna pasta en todas
sus formas) o se toma una copita de grappa
mientras lee la Eneida de
Virgilio.
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