Nacido en pleno siglo XIX, de las plumas de autores que habían iniciado
sus carreras literarias en el Romanticismo, el género policíaco es un tipo de
novela realista que cumple a la perfección sus cánones: ambientes burgueses
cuyos protagonistas son gente corriente, descripciones detalladas y verosímiles,
gusto por el detalle, observación minuciosa de la realidad y cierta crítica
social. Se considera a Edgar Allan Poe, con relatos como Los crímenes de la calle Morgue o La carta robada, el iniciador del género, que alcanza la madurez en
pocos años de la mano de Wilkie Collins y, sobre todo, de Conan Doyle, cuyo
detective, Sherlock Holmes, con sus conocimientos científicos y el gusto por
los nuevos avances en la medicina forense y en la investigación criminal, es,
sin duda alguna, el ejemplo más claro de la novela policíaca clásica. Luego, a
principios del siglo XX, en Francia y, sobre todo, en Inglaterra, esta evoluciona
hacia un complejo juego de ingenio, un pulso con el lector, que debe averiguar
(de entre varios posibles sospechosos con motivos y oportunidades para cometer
el crimen) quién es el asesino, a través de un laberinto de trampas y pistas
falsas, puestas en lugares estratégicos por el autor. La reina de esta fórmula
es y será siempre Agatha Christie.
La novela negra (su nombre
procede del color de la portada que tenían las primeras colecciones en Francia)
nace años después, durante la Gran Depresión, en pleno derrumbe del sueño
americano, que había dejado en la ruina más absoluta a millones de pequeños
inversores que habían confiado en una vida de progreso sin fin, en los bancos y
en las instituciones de su país. En aquella América dominada por la ley seca,
las penalidades, la corrupción y los mafiosos, surge una narrativa que hurga en
las miserias más profundas de una sociedad enferma, que persigue despiadadamente
a criminales que no son sino reflejo de sus propios pecados porque, al fin y al
cabo, cada época tiene sus particulares asesinos y formas de matar.
A partir de la Segunda Guerra
Mundial, hay un predominio del género negro norteamericano, que alcanza
prestigio por la influencia que ejerce el cine ya que muchas de las tramas se
trasladan al celuloide e, incluso, sus principales autores (Dashiell Hammett y
Raymond Chandler) trabajan como guionistas en Hollywood. En menor medida, se
sigue cultivando la novela de corte policíaco más clásico, como las historias
protagonizadas por el comisario Maigret del belga Georges Simenon.
¿Qué ocurre en España?
En la España decimonónica,
que arrastra un atraso de varias décadas con respecto a las modas literarias
europeas, no se cultiva aún este género, aunque sí podemos ver cierto interés
por el crimen y lo policíaco en algunas novelas de corte naturalista de autores
como Felipe Trigo y, sobre todo, Vicente Blasco Ibáñez, quien también fue
pionero en abordar temas tan novedosos para la época como el espionaje.
No es hasta la década de los
años cuarenta del pasado siglo, en plena dictadura franquista, cuando se
escriben, bajo la influencia del género negro norteamericano, novelitas de
dudosa calidad, que se vendían en los quioscos con notable éxito, publicadas
por editoriales como Bruguera. También en aquellos años, la editorial Molino
inicia la publicación de las narraciones de Agatha Chrisitie, de Stanley
Gardner y de Ellery Queen. Son loables los intentos de escritores como García
Pavón, quien, con su entrañable Plinio, guardia municipal de Tomelloso, intenta
crear una auténtica novela policíaca española.
Por su parte, el género
negro alcanza en España la mayoría de edad durante la transición democrática, a
finales de los setenta y principios de los ochenta, de la mano de autores como Juan
Madrid, el recientemente desaparecido González Ledesma, Julián Ibáñez, Andreu
Martín, Eduardo Mendoza y, sobre todo, Vázquez Montalbán, quien crea el
detective privado español más internacional: Pepe Carvalho.
La década de los noventa y
los primeros años de este siglo suponen la eclosión de la novela negra en
España, paralela al éxito que también tiene en otros países. Surgen con fuerza
los nombres de Alicia Giménez, de Carlos Zanón, de Domingo Villar y de Lorenzo
Silva (entre otros muchos), al tiempo que cobra mayor prestigio literario porque
una obra adscrita al género negro o al género policíaco no es mejor ni peor a
priori que las pertenecientes a cualquier otro. Puede ser eso, una simple
novela entretenida y absorbente, que atrapa al lector (lo que no es poco, por cierto) o puede ser la excusa
perfecta, porque los temas tratados en ella lo permiten, para abordar una
reflexión sobre la maldad, sobre el lado oscuro de la condición humana, sobre
la frágil línea que, a veces, separa el bien del mal, sobre la corrupción,
sobre la impunidad con la que actúan los que detentan el poder, en una nueva y
renovada forma de tragedia clásica: asomándonos a los crímenes cometidos por
monstruos o seres corrientes, reconocemos, primero, nuestra propia culpa y
exorcizamos, luego, nuestros propios demonios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario