VÍCTIMAS DE LA FORTUNA
“Siempre había confiado en el azar. Le había proporcionado descubrimientos asombrosos, momentos mágicos, satisfacciones infinitas. Sabía perfectamente cómo interpretarlo, qué decisión tomar a cada instante… Hasta que se le presentó la muerte”. Así comienza El Canfranero, el primero de los catorce relatos que componen Los ídolos de bronce, la última obra del escritor y periodista cordobés Francisco Antonio Carrasco (Belalcázar, 1958), que ha sido editada primorosamente por Berenice. Se trata de un libro unitario, que tiene como protagonista al azar, esa fuerza de la naturaleza, opuesta al destino, que rige nuestros pasos y que se complace, a veces, en poner zancadillas y arruinarnos la vida; a veces, en prestarnos una generosa ayuda. En Los ídolos de bronce encontramos suficientes ejemplos de ello: el viejo mapa, la brújula y los bártulos del antepasado marinero que cambiarán, para siempre, la existencia de un matrimonio a la deriva; el secuestro del marido que permitirá a su esposa dar un giro a una existencia vacía y miserable; el fortuito reencuentro de dos adultos que, cuando estudiaban en el instituto, habían protagonizado la obra teatral Romeo y Julieta de Shakespeare y que ahora, después de tantos años, se harán inesperadas confidencias; un accidente de tráfico que pone fin a una vida cómoda, idílica, perfecta; un padre humilde y anónimo camina por una calle solitaria, se dispone a encender un pitillo y se encuentra con un camión que se dirige al cementerio con su cargamento de muerte; el hombre que se enamora dos veces en la vida y tropieza en ambos casos en la misma piedra; la despiadada venganza de un marido rencoroso y machista, que fracasa por la súbita enfermedad de un familiar; un muchacho descubre, de forma trágica, el significado de la mirada triste de su abuelo; recibir, por fin, el ansiado trasplante y llevarse, de paso, una desagradable sorpresa; descubrir, a la muerte de una madre, que esta ha mantenido oculto un secreto que, de conocerlo en su momento, habría cambiado drásticamente la vida del protagonista. Y es que, como le dice Juan a Olga en La máscara, “la vida es un relámpago, un misterio, una metáfora. Una bomba que estalla de pronto entre las manos”. Para bien y para mal.
Pero no solo
el azar otorga unidad a un libro coherente y sólido, escrito para ser leído
como un todo homogéneo. Así, recorre transversalmente los cuentos un
sentimiento de profunda empatía hacia los seres más desvalidos, víctimas de la
injusticia de los poderosos, de la violencia o de los avatares de la guerra. El
autor se solidariza con “los de abajo”, como diría el escritor mexicano Mariano
Azuela, con los que están siempre en tierra de nadie, a merced del fanatismo
ideológico, de la ambición o del odio irracional. Justicia natural y, especialmente, Tormenta (uno de los más hermosos y, a la vez, estremecedores
cuentos del libro) son dos ejemplos, ambientados ambos en el mismo fenómeno
atmosférico, cuyos efectos son demoledores, como reconoce uno de los
protagonistas. También el estilo empleado contribuye poderosamente a esa
sensación de coherencia y de cohesión internas. Francisco Antonio Carrasco se
complace en buscar la palabra exacta con la precisión de un relojero: en su
prosa, nada sobra, nada falta; las palabras están meditadas, pensadas y
repensadas. En consecuencia, encontramos un estilo ágil, dinámico y sobrio, que
gusta de las frases cortas y contundentes, que impactan en el lector,
noqueándolo e invitándolo a reflexionar. Sin embargo, esto no significa que en
los cuentos no haya espacio para el lirismo: aparecen desperdigadas, aquí y
allá, hermosas imágenes, desgarradoras metáforas. Hay, incluso, tres haikus
(composición poética cultivada en otras ocasiones por el autor), escritos por
la protagonista del relato Problemas
domésticos en su diario personal.
Solía explicar
Andrea Camilleri, el maestro de la novela negra italiana, que el contenido de
sus libros era absolutamente inventado y que cualquier coincidencia con la
realidad se debía a su ilimitada fantasía, para luego reconocer también que
muchas de sus obras se inspiraban libremente en noticias que había leído en la
prensa o historias que había conocido a través de terceros. Igualmente, en Los ídolos de bronce intuimos que el
autor ha tamizado con el cedazo de la imaginación recuerdos personales o que
pertenecen a la memoria colectiva de una generación, la de aquellas personas
que vivieron la contienda civil y la oscura posguerra. Por último, cobran gran
importancia en los relatos los espacios geográficos y humanos en los que se sitúa
una gran parte de las tramas (la ciudad de Córdoba y, sobre todo, su tierra,
los Pedroches y Belalcázar, con el castillo como testigo silencioso de alguna
historia de amor), que dejan de ser meras localizaciones para convertirse, en
ocasiones, en un personaje de capital importancia, que acompaña a esos seres
desvalidos, a esos ídolos de bronce que, zarandeados por el azar, intentan no
rendirse ni sucumbir al naufragio en ese proceloso mar que llamamos vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario