Los hechos son, al parecer, los siguientes: un entrenador de primer orden es contratado para dirigir a la Selección Nacional. Lógicamente, se lleva consigo al cuadro técnico que lo ha acompañado en su carrera. Comienza su labor, pero la repentina y gravísima enfermedad de su hija lo obliga a abandonar su puesto para estar junto a ella en tan duros momentos. Inmediatamente, se hace cargo de la Selección quien ha venido desempeñando, hasta ese momento, el cargo de segundo técnico. Tras el fallecimiento de la niña y después de pasar el período inevitable de duelo, el entrenador se ve con fuerzas para regresar al trabajo. Es entonces cuando la Federación decide destituir a su sustituto (que, al parecer, no lo estaba haciendo nada mal) y reintegrarlo en el puesto que había dejado unos meses antes. La historia termina con unas desafortunadas declaraciones de ambos entrenadores, que se cruzan reproches, palabras gruesas y donde queda en evidencia la ruptura de una relación de varios años que, hasta ese momento, no solo había sido profesional sino de amistad.
A mí no me atrae especialmente el fútbol y, menos aún, su mundo y todo lo que lo rodea (contratos estratosféricos, el culto a la competitividad malsana y a ganar a toda costa). De hecho, detesto la mitificación de ciertos jugadores y lo que representan (el éxito rápido, la ostentación hortera y obscena del dinero, los comportamientos pueriles) porque son perniciosos ídolos para la juventud actual. Si la historia anterior me ha interesado, si la he seguido en la prensa, ha sido por el interés humano y por la lección moral que encierra porque presenta similitudes con un tipo de relación tóxica que se produce, en no pocas ocasiones, entre una figura que destaca en alguna disciplina y su subalterno.
Cuando un discípulo se acerca a un maestro, suele hacerlo motivado por la sincera admiración que siente hacia él y también por una natural necesidad de encontrar a alguien que lance una carrera que acaba de nacer. No es nadie, no posee influencias ni amistades provechosas y se agarra como un clavo ardiendo a alguien que puede ayudarlo. El maestro, que percibe su valía, lo recibe con una generosidad no exenta de vanidad porque al ser humano le agrada saberse admirado y convertirse en una especie de Pigmalión, que moldea a un inferior a su imagen y semejanza. A veces, aprovecha la ocasión para abusar del pupilo y de su trabajo, con la vana promesa de su ayuda.
Pasa el tiempo y, poco a poco, el discípulo, como alumno aplicado que es, aprende las técnicas y los trucos de su maestro y accede a sus contactos. En cuanto este se percata de que el polluelo vuela solo y de que lo hace con majestuosidad, comienzan las susceptibilidades y el distanciamiento. La ruptura, inevitable y definitiva, se produce cuando el otrora alumno se atreve a competir con su tutor y le disputa las mismas presas. Entonces, este, indignado, reniega de su antiguo discípulo, al que considera un medrador, que se había acercado a él por puro interés. Por su parte, el protegido, ya en la cúspide, minusvalora y desprecia la ayuda pues considera que él está donde está por sus propios méritos.
Hay un clásico del cine que refleja en toda su crudeza lo que acabo de describir: Eva al desnudo de Joseph Mankiewicz, en el que una aspirante a actriz, Eve Farrington, aborda a la estrella Margo Channing para conseguir una oportunidad. A lo largo de la película, Eve se muestra como una persona arribista y sin escrúpulos, capaz de todo para conseguir su sueño. Cuando, por fin, alcanza el éxito, otra joven se le acerca y Eva contempla en sus ojos la misma ambición y osadía que albergaba en su interior cuando era una desconocida.
Por desgracia, son muchos los ejemplos paradigmáticos de esta relación tóxica que jalonan la historia de la Humanidad. Aunque se da en cualquier ámbito de la vida (incluido el científico), es en el mundo de las Artes, por su componente narcisista, donde más abunda. Como ilustración, podría citarse algún caso llamativo, como la particular relación que mantuvo Juan Ramón Jiménez con varios poetas de la llamada Generación del 27. El mecenazgo generoso del escritor onubense se convirtió en un cruce de desplantes y de despropósitos porque la personalidad del Premio Nobel, desmesurada y desmesurante, chocó pronto con unos jóvenes repletos de talento y, también, de soberbia. De esta forma, el maestro amado se convirtió luego en objeto de mofa y de desprecio.
En fin, historias de egolatría, de ambiciones desmedidas, de deslealtad, de traición, que son el combustible necesario para alimentar la hoguera.
La hoguera de las vanidades.
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